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Las distancias

  • Foto del escritor: Karina Sarmiento Torres
    Karina Sarmiento Torres
  • 20 sept 2023
  • 4 Min. de lectura

Una niña mira con asombro por la ventana del avión. Todo es blanco, solo se ven nubes. Papi, el avión no se mueve, dice. Su padre toma su mano y le ayuda a ponerse de pie. Él le dice mirándola a los ojos y con mucha dulzura, siente cómo se mueve, va muy rápido, pero es casi imperceptible. Con sus pies en el piso, la niña se da cuenta de la vibración. Ella lo mira y sonríe. Él la besa y ella vuelve a sentarse. Tomados de la mano, continúan observando por la ventana. A principios de los setenta, con cuatro años, ese fue mi primer vuelo en avión. Viajábamos a Loja, así que imagino que, en algún momento, el vuelo comenzó con agitados movimientos, fuertes turbulencias que acompañan siempre esa ruta. ¿Que habrán dicho la niña y el padre?, ¿que habrá dicho mi padre, para que no tuviera miedo?

En esos días de infancia, mi niñez transcurrió en la costa y la sierra, la familia, las abuelas, las tías, las primas, lejos. Luego, la hermana, la casa, las mascotas, el calor, las palabras. Hoy, las distancias me habitan, las distancias entre las personas que amo, los lugares, los sabores. Las distancias entre las risas y el silencio, entre los hechos y los olvidos, entre los abrazos y los besos. ¿Cómo unir los puntos? ¿Cómo juntar las piezas? Sería como ir armando una cobija de parches de colores, como aquellas que la tía Angelita tejía, en donde cada rectángulo de crochet corresponde a un día, a muchos días de un presente que transcurre en territorios cercanos y lejanos. Personas, tantas personas, cada una, un lugar, un país, un continente, unirlas es imposible, pero de alguna manera están atadas, entrelazadas, articuladas por esta red de colores que me cubre y abriga. Seres amados que seguramente no volveré a ver, otros que veré en algún momento y algunos a los que inexorablemente regresaré. Cada experiencia vivida, un aroma, un descubrimiento, un tiempo, un lugar y los hilos de colores poco a poco van tomando forma en la manta.


Cultivar los afectos es un ejercicio silencioso que me nutre. Lamento ser tan mala comunicando a cada persona que la tengo presente en mi pensamiento. Cada noche papá en su ritual de oraciones lanzaba sus bendiciones, graficando en el aire la señal de la cruz y apuntando hacia el norte, sur, este y oeste, repitiendo el movimiento por cada una de las personas de su plegaria. A todos nos parecía gracioso ese movimiento suyo y bromeábamos sobre su puntería al lanzar cada bendición. ¿En cuánta gente pensaría?, ¿a quién iba dirigido cada movimiento y deseo? Lo cierto es que su rutina diaria, de alguna manera, la he adaptado, sin señales al cielo, pero con energías lanzadas al universo. ¿Quiénes son las personas de mi recorrido? No podría nombrar a todas, no necesito nombrarlas.

Las distancias también han significado la posibilidad de lo diverso. Hoy sería difícil decir que pertenezco a un lugar y, sin embargo, lo hago. Reclamo pertenencias y me duelen cuando el resto me percibe ajena. La manabita absorbida por la británica o algo que se le parece, una niñez de pies descalzos mezclada con el individualismo de inviernos helados, el sol radiante, la lluvia constante, la bulla y la algarabía y luego, el silencio y la limpieza abrumadora. La distancia sola la acorta la memoria, recorro cada instante con la lucidez del presente. En un momento, soy la niña que toma la mano de papá. Luego la adolescente introspectiva que se divierte de alguna manera con las amigas del colegio, ensayando discursos como presidenta, intercambiando afectos, tramando travesuras, luego tan distantes y la vez, un solo nuevo encuentro basta para reconectamos, aunque tomáramos distintos vuelos. En ese mismo juego de la memoria de repente estoy en una estación de trenes, en alguna ciudad alemana, con ese temor mío inicial de las llegadas, esperando por un pan con salchicha y luego tal vez, en otro momento, asombrada en esas avenidas del Berlín del este, de esos años de muro, vacías de autos en un primero de mayo. Mis primeros años de adulta me traen mucha ternura. En esos recorridos, donde conocí y me despedí de tantas personas que me abrazaron y que me hablaron. La chica tímida pero curiosa, que se abría a cada experiencia que podía. No existía lo prohibido, nunca ha existido. Luego, adulta, preocupada como el resto del mundo por las angustias cotidianas, la carrera, la pareja, los caminos curiosos. Algunas de esas inquietudes valieron la pena y otras no, pero a fin de cuentas estaban allí. La mujer adulta que fue cambiando de tonos, con cada nuevo recuerdo, una nueva alianza, una nueva cadena de nexos.


Lo que soy hoy se parece tanto a esa manta de colores de la tía. Una mezcla de intensidad, nudos, colores suaves, colores alegres, colores oscuros, espacio entre cadenas, cadenas que agrupan muchos nudos, nudos que van solos, un patrón sin patrones y a la vez simétricos. En esa variedad una cobija hermosa que solo da alegría. No puedo imaginar mi vida sin distancias y solo me angustia no poder vencerlas. Si perdiera el movimiento y si perdiera la memoria, dejaría de respirar.








 
 
 

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