La Lluvia
- Karina Sarmiento Torres
- 19 nov 2020
- 3 Min. de lectura

Sentada viendo llover por la ventana desde un lugar nuevo, el sentimiento que me abriga es difícil de describir. La melancolía parece querer llegar, pero no la quiero. Respiro profundo. Cierro los ojos. Por mi cabeza pasan esas imágenes de tantos momentos vividos con lluvias distintas, lluvias más cálidas, otras menos o con encantos diferentes. Recuerdo la lluvia del invierno de la costa de Ecuador, una lluvia que se agradece luego de días tremendamente calurosos y que te trae ese aroma vital a tierra y calma. A esa lluvia la recuerdo con nostalgia de días de infancia cuando la lluvia abundante coincidía con los días de carnaval. El juego de carnaval, que consistía en tirarse agua y que los hermanos disfrutábamos mojándonos en ese chorro de agua que caía de la terraza de la casa, que una vez secos se centraban en la frase de mi hermana “no estoy predispuesta” para paralizar cualquier intento de sus hermanos menores que amenazaban con volverla a mojar. Instantes grabados en la memoria. No sé si he vuelto a sentir la lluvia en mi cara y en mi cuerpo otra vez así, simplemente dejándome mojar.
Sí he vuelto a mojarme, pero entonces la lluvia me ha tomado por sorpresa caminando en la Amazonía. Las primeras veces junto a mi comadre Ana, que me llevó en sus viajes de biólogos. La comadre y sus amigos biólogos me enseñaron algunas lecciones prácticas como, por ejemplo, no agarrarse de un árbol para no caer, uno porque no sabes si el árbol caerá contigo o allí mismo estará un insecto que te dejará una picadura que no habrás querido tener, que luego me sirvieron cuando regresé a recorridos similares por mi trabajo en Sucumbíos. En la Amazonía, no solo era la lluvia que me mojaba era el sudor que por dentro también humedecía la ropa completamente. Esa lluvia intensa que rápidamente se convertía en sol intenso y nuevamente era el sudor.
También terminé empapada con la lluvia fría del invierno en los años que viví en Gran Bretaña, donde pasaban semanas y la lluvia no cesaba. Allí aprendí lo inútil que puede resultar tener un paraguas o que llevar un paraguas requiere también una experticia particular pues de un solo soplo el viento se burlaba y te dejaba desnuda con ese paraguas completamente destruido – eso terminaba siendo chistoso -.
Nuevamente respiro y me quedo prendida en una frase de mi hija una tarde de verano en Lima: “Mami, extraño la lluvia de Quito” - en Lima nunca llueve solo hay un rocío en la mañana por la gran humedad del ambiente -. La lluvia que mi hija extrañaba es distinta a la mía. La lluvia de Quito es abundante y fría, a 2850 metros de altura la fuerza de los Andes se siente. Muchas veces la lluvia llegaba con granizo, tan abundante que dejaba las calles con la apariencia de haber nevado. Esa lluvia a mí me provoca acurrucarme en la cama o en el sofá. La lluvia de mi hija no es la mía, pero la nostalgia de mi hija por la lluvia de Quito no era solo eso, sin embargo. En esa corta frase se escondía la añoranza de nuestra vida juntas en la Espejo y Almeida. Estoy segura de que ambas lo sentimos, que ambas abrazamos en esa frase el abrigo de ese espacio, nuestra casa.
Hoy es una lluvia más que me envuelve en una soledad que no me asusta. La lluvia de hoy me regresa al presente. Vuelvo a respirar profundo, esta vez con los ojos abiertos. Me asombra como todo pueda cambiar tan rápido, en realidad no es el tiempo, pienso. Ahora soy solo yo, soy yo. Sonrío. Es tiempo de un café. Con calma, me lo preparo y me siento a tomarlo. Llegar a este ritmo, me tomó su tiempo. Ahora, en un nuevo mundo que me he creado, me sumerjo en mi día. La lluvia va cesando y las posibles nubes en mi interior también. Hoy en la rutina de confinamiento saldré a caminar el tiempo permitido. Tomaré una ducha y luego, me sentaré a leer tranquila.
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