La hija
- Karina Sarmiento Torres
- 15 oct 2020
- 4 Min. de lectura

Ese día fue de admiración, si hubiese podido congelar esa imagen por siempre. Allí está ella, hermosa, segura, serena como si nada, la vida le pasa y la cautiva y a mí me cautiva verla, verla brillar con esa fuerza única suya que tal vez algo tiene de las ancestras – quien sabe -. Lo cierto es que ella misma me regresa a la realidad para decirme que está bien que podemos comer ese arroz que preparé ayer y me invita a ver una película con ella. Yo entonces pretendo no haberme embelesado admirándola y digo: ¡sí claro! ¿qué película es? Ella me cuenta y yo caliento el arroz de ayer. Pronto tendrá que irse y nuevamente esperaré el fin de semana que viene para recibir esa visita y escuchar sus historias, entender sus ilusiones con lo que me cuenta o ver esas películas románticas que tanto ama o esos planes con las amigas que vendrán a verla. Yo sé que pronto estos días serán como una imagen en mi memoria y eso me asusta, me incomoda. Ya es un año desde que vivimos separadas y aunque parezca increíble como desde el día en que nació, verla ser me deja sin aliento cada vez.
La advertencia de su nacimiento llegó con pausa, la fuente no se rompió de golpe. Al parecer estaba muy cómoda - supongo que todas lo estuvimos alguna vez -. Yo no podía verla, pero la sentía relajada ignorando el dolor en el cuerpo de su madre. Pero llegó el momento en que debía venir y como hasta el día de hoy, lo hizo, así como es ella, con certeza, con dulzura, sin pedir permiso, solo estuvo allí y brilló. Parecía que todo comenzaba, mi cuerpo estaba tan feliz, tanto que pensé que me levantaría de esa cama y la llevaría yo misma a su cuna. No había tomado antes a un bebé en mis brazos por más de un segundo, pero con ella era distinto, la tuve en mis brazos segura. Luego de diecinueve horas de labor de parto, no podía en realidad ni levantar la cabeza. Esa adrenalina del momento me hizo sentir invencible.
Años antes de su llegada escogí el que sería su cuarto en el departamento en el que vivíamos. El de la mitad, en el corazón de la casa y a la vez protegido en el medio de todo. Llegamos allí cuando ella tenía once meses. Habitamos ese espacio con amor, pintando los muros, haciendo cuadernos de colores, festejamos cumpleaños, leyendo sus historias antes de dormir, bailando, haciendo pasteles, viendo series de Netflix y una y otra vez esas películas de Disney. También hubo gritos, también hubo lágrimas y rabietas, pero esa es la vida. Lo cierto es que nos aprendimos juntas, yo aprendiendo a ser madre y ella a ser hija y ambas a ser juntas e independientes. A ella le salió mejor la segunda parte – esos de ser independiente -, a mí me costó un poco más; pero esa es una contraindicación de ser papá o mamá, lo haces, aunque luego tengas que reaprender a vivir sin ellos y ellas, vale la pena, sin duda, y te da luego una excusa pera rebuscarte y encontrarte – o al menos intentarlo -.

Esos años del cuidado, sin embargo, pasan tan rápido. Entre que aprendiste a preparar la papilla, ya están corriendo y luego ya hablando y luego ya llenando la casa de ocurrencias. Entre que les enseñas que deben dormir en su cuarto y luego siempre es mejor una escapada a la cama de mamá y un día es mamá quien añora a esa personita con esa carita super feliz porque si podrá dormir contigo esa noche; pero ahora ya en su cuarto, a todo volumen con audífonos y el celular, porque hay Snapchat, Youtube, Whatsapps y tantas otras, que vas aprendiendo tú también. Las mejores amigas llegan (BFE) y así comienzas a compartir sus afectos que ya se han compartido con otros en la familia, pero hasta entonces todo estaba en casa. Te preocupan entonces sus silencios, sus preocupaciones que intuyes, que puedes leer de lejos pues las conoces tanto. ¿Es que dejamos alguna vez de cuidarlas? Supongo que nos relacionamos de manera distinta, pero eso de ser papá y mamá es un título honorario y vitalicio que no te lo quita nadie. Te pertenece. Bueno, aunque no lo pidan, las hijas y los hijos allí nos tendrán. Eso pienso yo, mi pequeña maravilla crece y yo debo aprender con ella a crecer. Así un día estaremos las dos conversando, siendo ambas adultas, compartiendo y, con todo, no habrá manera de quitarme esa admiración en mí al verla.
Cuando ella era aún muy pequeña, la imaginación me jugó una trampa: un día al verla irse en el bus de la escuela, mis ojos lloraron las lágrimas de la partida y mi corazón se deshizo allí en la vereda de la Avenida Pichincha. Esa tarde al regresar de la escuela, me dijo como si estuviera haciendo una premonición: mami ¿por qué llorabas? ¡Ni que me hubiera estado yendo a Francia! Y nos reímos. Era cierto, era prematuro y, sin embargo, era real.
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