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El invierno

  • Foto del escritor: Karina Sarmiento Torres
    Karina Sarmiento Torres
  • 17 dic 2020
  • 4 Min. de lectura

El invierno llegó. El invierno frío de Europa donde estoy viviendo ahora y el invierno caliente de donde soy, el de la costa de Manabí. Allí, llamamos invierno a la estación lluviosa, de diciembre a mayo, que es también la más calurosa del año. Cuando estaba en la escuela y nos enseñaban las cuatro estaciones, en cuarto o quinto grado, no debió ser fácil entender el invierno frío y la idea de la nieve. Sin duda, se trataba de un gran ejercicio de imaginación cuando la temperatura más fría que hasta ese entonces había conocido era de 24 grados Celsius. Tal vez el frio de Quito – donde me daba soroche – era lo más cercano para comprender el frio del invierno, pero en realidad no había en nuestra experiencia nada que nos pudiera trasportar a esa comprensión, al menos a la mayoría de las niñas en el grado, pienso. ¿Cómo explicar lo que era el frío invernal? Supongo que por eso no molestaba la simulación de la nieve en el árbol de navidad, al final de cuentas se trataba de una imagen reproducida y sin ningún sentimiento asociado. El frío de invierno de los hemisferios del norte y sur era algo inimaginable.

Mi primer invierno lo viví en Gran Bretaña, en Bournemouth. Llegué en febrero de 1988. Lo más abrigado que tenía era un pullover de algodón y una chompa de jean. Al llegar a la casa de la familia Chawe, donde viví casi un año, todo un ajuar de ropa de lana apropiada para el invierno me estaba esperando. Mi hermana que ya vivía en Suiza, preparándose a mi llegada, se había encargado de enviarme algunas cosas básicas. Al día siguiente, la señora Chawe, me llevó a comprar una chompa y zapatos de invierno. El invierno en Gran Bretaña – llegué a comprender más tarde – si bien es gris y lluvioso, no es tan frío como en otros países de Europa. En esos mis primeros días de invierno, también comprendí que los días de sol son los días más fríos. Mi ecuación sol es igual a calor, que había funcionado por 17 años, no tenía ningún sentido en el invierno europeo. La señora Chawe rió con ternura al verme bajar de mi cuarto ya en sandalias el primer día de sol en Bournemouth una o dos semanas después de mi llegada. Me tomó del brazo y me subió a mi cuarto, abrió la ventana y me dijo que el invierno no se irá de un día para el otro. La verdad, no soportaba llevar zapatos y medias todos los días, y la ilusión de que el sol había llegado me emocionó. Pienso que privarme de la sensación de caminar descalza y usar mis sandalias fue uno de los cambios más duros de esos años. Aunque hoy disfruto mucho esa sensación todavía, andar con medias y zapatos ya está en mi sistema.


El frío realmente frío, lo conocí en mi segundo invierno europeo, no sabía cómo se podía sentir un frío aún más frío. Ese segundo invierno lo viví en Colonia, Alemania. A pesar del frío en ese invierno tuve que enfrentarme al mundo. Mi primer invierno, lo había sobrevivido hibernando, a más de mis clases de inglés a las que asistía todas las mañanas, el resto del día me quedaba en casa. Así fue hasta que llegó la primavera. Sin embargo, en mi segundo invierno, compartía mi habitación con una chica suiza de mi edad, Vanessa, y, ella en cambio me enseñó a salir y disfrutar de las fiestas, los amigos – otro nuevo mundo que tampoco conocía -. Pronto tuvimos un grupo muy divertido de amigos, así que tuve que hacer frente al invierno y comenzar a vivirlo.


En ese segundo invierno también conocí la nieve. Mi primera experiencia con la nieve fue en Suiza, con mi hermana, en las vacaciones de navidad y año nuevo. De la nieve específicamente, siempre la recuerdo desde la ventana de su casa o la ventana del carro. Momentos de vivir la nieve, recuerdo solo cuatro. El primero con mi hermana y mi amiga, Shamya, haciendo esquí de fondo. En esos años, mi hermana estaba mucho en la onda del esquí de fondo, mi intento en esta práctica fue brevísimo, podría decir que me demoré más en ponerme la ropa y los esquís que probando la experiencia. De hecho, me parece que recuerdo más a Shamya con los esquís – tal vez, me quedé viéndolas de lejos, ya no lo sé -. La segunda vez – y ese momento sí que lo recuerdo – fue con mi sobrino Marco y su trineo en la nieve, tal vez el momento más lindo en la nieve que jamás haya disfrutado. Recuerdo la felicidad del pequeño Marco y aún puedo escuchar su risa. Eso fue hermoso. Sin embargo, fueron pocos minutos, porque mi cuerpo no resistió el frio y rápidamente corrí a abrigarme al lado de la calefacción. La tercera fue en Brighton, ya en la universidad, nevó un solo día, fue magnífico. Era tan extraño ver los espacios de la universidad de blanco que me cautivó. La cuarta vez fue, de hecho, en Ecuador, no hace mucho, cuando subimos con el carro hasta donde se puede en el Cotopaxi y salimos unos instantes a tomar la nieve de la montaña – podrán imaginarse que también fue una rápida experiencia -. Y la quinta, aunque dije que eran cuatro - pero ahora que lo escribo lo pienso - es la alegría que sentí cuando vi el video de mi hija en la nieve – su primera vez en la nieve –. Fue tan intensa la emoción de sentir su emoción, que pude sentirla en mi piel. Sí, su felicidad era tan poderosa que me tocó fuertemente el corazón. Entonces, sí, esos son mis momentos en la nieve y en el frío invernal europeo y, del Cotopaxi.


Hoy recuerdo el frío de invierno, porque no salí de casa y disfrutar un día caliente viendo cambiar su iluminación desde el calor de la casa – literalmente el calor de la casa – también se siente bien. Mañana, será otro día y saldré a caminar como lo hago siempre. En realidad, tengo que decir que el invierno frío tiene una especie de quietud que me gusta. Aunque nunca mi cuerpo se sentirá más feliz que con el rico calor del invierno de Manabí.



 
 
 

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