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El amor es una cosa extraña

  • Foto del escritor: Karina Sarmiento Torres
    Karina Sarmiento Torres
  • 6 abr 2024
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 17 abr 2024

No siempre se puede contar la historia que una quiere. No porque no sea un recuerdo hermoso, sino porque, siendo tan íntimos, los sentimientos impregnados en la invocación podrían resultar insulsos para otros. La madre, el padre, un día, un tiempo, los hermanos y una niña.



Una niña sentada en la mesa del comedor mirando el mango que cobija la casa. Los racimos de mango verde se pueden ver ya, las pequeñas flores del mango han cubierto todo el patio. La tarea de recogerlas resulta inútil. Mientras tanto,  la madre entra y sale del comedor, cruza hacia la lavandería. Allí, los empleados van llegando y ella les da instrucciones. Luego, camina hacia el otro patio, donde alguien está podando la acacia, le recuerda de no cortar de más las ramas. Siempre reniega de que no saben podar los árboles en la ciudad. Luego, regresa al corredor, revisa cómo Horacio ha armado los paquetes de periódicos que acaban de llegar de la capital y que Horacio debe repartir a domicilio antes de las ocho. El muchacho coloca los paquetes en su bicicleta. Conoció a Horario años atrás, cuando le pidió trabajo en el Bazar, otro de sus negocios. Le dio un trabajo de limpieza y cuando comenzó lo del periódico, le propuso que él se ocupara. 


La madre vuelve a entrar a la cocina y ahora se percata de que la niña no ha terminado el desayuno y está embelesada viendo los mangos. Antes había reparado que la niña estaba enferma y no la mandó a la escuela. Aun con el uniforme puesto, la niña sigue en el mismo lugar de la mesa del comedor. La madre toma el jarro de leche. Lo vuelve a calentar y regresa. Hace un gesto para que la niña se siente en sus piernas. Allí, abrazada por la madre, comienza a tomar cucharaditas de leche con un sabor raro. La madre le explica que es ajo y que con la leche le va a curar su resfriado. Poco a poco, de cucharita en cucharita, la niña termina la bebida. En esa posición, la niña casi duerme. Estar en los brazos de la madre es un instante de exclusividad. Los hermanos no están.  


El padre entra en la cocina, ha dejado al resto de los hijos en el colegio y se encuentra con la escena. El padre toma en sus brazos a la niña adormecida y la lleva de vuelta a su cama. La libera de su uniforme y le coloca la pijama y delicadamente la vuelve a cubrir con la sábana. Le da un beso y sale del cuarto. 


El padre desayuna un poco más rápido de lo habitual. No tiene tiempo de leer el periódico esa mañana, tan solo una mirada a los titulares. Habla con la madre, ambos siempre comentan las noticias. Ella, a la vez, le relata la vida conforme pasa, el padre la escucha. Una vez organizada la entrega de los periódicos, la madre debe salir también a trabajar.  Flor, una mujer que la ayuda con la casa y que cuidará de la niña enferma, ha llegado.





La casa está en silencio. Solo de vez en cuando se escucha el ruido de las máquinas de la lavandería, la presión que libera la plancha de vapor. La niña es la más pequeña de los hermanos. Como siempre que está sola en casa, se embarca en uno de sus juegos: escapar de personajes siniestros que la persiguen. Se levanta con pocas ganas, pero lista para iniciar su aventura. Se desliza por el piso y entre los muebles esquiva trampas de monstruos que la persiguen. Supera obstáculos y llega al cuarto de su hermano. Fueron varios días en los que él construyó un avión gigante con sus piezas de lego. Nadie puede entrar a ese cuarto, todas las piezas de lego lo cubren. La niña las esquiva haciendo malabares y logra llegar el avión en proceso. Lo toca. Está admirada, su hermano siempre está haciendo alguna cosa. Sale de prisa, parece que llega alguien. Si la encuentra su hermano tocando su obra, se enojará muchísimo. La niña corre a su cama, aguarda. Han llegado todos de vuelta, la casa se alborota. La hermana mayor entra al cuarto que ambas comparten. Le da un beso en la frente. Se quita el uniforme, entra al baño y rápidamente sale para ir a almorzar, antes le vuelve a dar un beso y le dice que ya viene a estar con ella. Ahora es el hermano el que viene a verla, él le hace una broma y dice que no la tocará porque está muy enferma y que luego lo contagia. El hermano siempre juega, él corre a su cuarto y escucha cómo mueve las piezas de lego. 


Su madre le trae su comida. Cada vez que alguien enferma, la madre prepara una comida aún más deliciosa, estar enfermo tiene sus ventajas. Todos están en la mesa del comedor. La niña escucha que hablan, escucha las risas. Allí en la mesa los cuatro no paran de hablar. El hermano cuenta en detalle las explicaciones del profesor.  El padre las complementa, si se trata, de la lección de historia. La hermana cuenta algo de las amigas, de Mónica que es muy despistada y de Rosa Elena que vendrá en la tarde. El padre cuenta de su trabajo, las historias de las personas que comparten con él y casi siempre una historia fantástica, y luego se ríe porque dice que ya no puede asegurar si le pasó a él o a algún personaje. Es su juego, todos ríen más de la duda que finge el padre.  Terminan. El padre la viene a ver antes de su siesta, pronto regresa a la oficina. 


Luego del almuerzo, la niña duerme y toda la casa permanece en silencio. El universo parece que se detiene, menos la madre, que sigue entre la casa, la lavandería, los hijos, y tal vez en sí misma. 


Solo ocho horas, un día de seis mil doscientos nueve días en ese espacio vital. El padre, la madre, el hermano y la hermana, y casi siempre también un perro. 


 

 

 
 
 

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